Autor: Mirla Pérez
Hace un poco más de 30 años, más o menos, era activista política y educadora popular. Me desempeñaba en un barrio de la zona sur de la ciudad de Maracaibo, estado Zulia, un cinturón poblacional económicamente muy deprimido.
El diagnóstico hecho en la comunidad donde residí y trabajé fue de pobreza. Una pobreza definida por la deficiencia de los servicios públicos: agua, luz, vías públicas de arena, salud y educación. Se trataba de un barrio en formación.
En Venezuela, los barrios nacen de modo espontáneo, en su línea histórica primero se produce la organización de los pobladores, luego hacen una distribución del espacio, se levantan los ranchos, en ellos habitan madres y niños. Los hijos jóvenes y padres sólo apoyan en la construcción de la casa (cuando se trata de terrenos baldíos), una vez que se gana estabilidad comienza a hacerse mejoras en las viviendas.
Lo que marca el surgimiento del barrio es el trabajo que produce los recursos económicos y el trabajo en la construcción de la vivienda, que se asocia con la estabilidad de la familia. Los materiales de las viviendas variarán, según el trabajo y recurso que se invierta en el lugar. La casa se convierte en un proyecto familiar.
El sello que imprime este proceso -más que el de la pobreza- es el del esfuerzo, el proyecto familiar, trabajo y el sueño de tener, finalmente, una propiedad privada, una propiedad familia. El principio del progreso es la propiedad y, para ello, se invierte en trabajo, así se va superando la pobreza que más que una identidad es un estadio superable.
El barrio gana estabilidad cuando tiene agua regular y tendido eléctrico, y los caminos comienzan a ser caminerías de concreto, escaleras o calles asfaltadas. La gente progresa y la función del Estado fue acompañar y favorecer la convivencia, facilitando la instalación de estos servicios. A diferencia de una urbanización, el barrio es primero gente y luego estructura, servicios y distribución espacial.
Lo cierto es que la “pobreza” era una etapa superable en la vida de una comunidad. Lo que quiero destacar, con toda esta experiencia, es que la pobreza en la democracia es cualitativamente distinta a la pobreza en la revolución socialista.
Antes, la pobreza se trataba de limitaciones en la obtención de algunos recursos, servicios públicos deficitarios, vías públicas en construcción, pero no me viene a la memoria ninguna experiencia de hambre. No hambre generalizada, sí hambre en algún núcleo familiar.
Es decir, había sectores de la población con limitaciones económicas puntuales, pero teníamos colegios, una red de salud pública eficiente y muy bien extendida, etc. La democracia había sido garantía de bienestar. Razones para luchar y emprender proyectos sociales y populares había de sobra, pero en unas condiciones económicas no muy precarias.
Hoy estamos en lo que podemos llamar: la impensable pobreza. Una pobreza que nos agarra desprevenidos. El bienestar se detuvo en el tiempo, el país dejó de ser pensado y proyectado, al punto que se convirtió en caldo de cultivo para que pudiera nacer un proyecto socialista totalitario, como el que hoy ha madurado entre nosotros.
La pobreza no sólo comenzó a ser pensable, sino vivible, ya no es la carencia que puntualmente puede tener una persona o grupo de una comunidad, se trata de una pobreza en la que se nos viene encima todas las instituciones.
Una pobreza que se exhibe en los hospitales, no sólo en sus edificaciones, sino en todos sus servicios; en la imposibilidad de conseguir medicamento no sólo por el costo, sino porque simplemente no hay, no se compró a los proveedores; no se produjo en el país porque los laboratorios cerraron, porque fueron insostenibles en un régimen que expropió todo lo que no le pertenecía. La consecuencia es que no tener medicamentos implica la muerte. No es un material suntuoso, sino necesario e indispensable para la vida.
La impensable pobreza comienza a determinar la vida como nunca, pasamos por las largas colas para comprar comida, hasta llegar al punto en el que, sencillamente, no se puede comprar y, en consecuencia, no se puede comer. Ya se trata de hambre. El hambre que no puede ser combatida por la solidaridad entre convivientes, porque el déficit de alimentos nos llega a todos. Hemos entrado en la peor de las pobrezas, no es solo carencia de recursos de algunos pocos, sino la carencia que se extiende a todos. La solidaridad es cada vez más limitada.
El problema más grave es vivir este estado de pobreza generalizado, inserto en un sistema totalitario, en un régimen cuyo horizonte está centrado en el poder aunque implique la muerte, la eliminación, la fragmentación territorial y su consecuente pérdida del territorio.
¿Tendrán claras las élites los grandes retos de la Venezuela comunista en la que la democracia es solo un instrumento vacío, carente de significado para los que mandan?
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